¿Quién
decís que soy yo? Todos
los evangelistas sinópticos recogen esta pregunta dirigida por Jesús
a sus discípulos en la región de Cesarea de Filipo. Para los
primeros cristianos era muy importante recordar una y otra vez a
quién estaban siguiendo, cómo estaban colaborando en su proyecto y
por quién estaban arriesgando su vida.
Cuando
nosotros escuchamos hoy esta pregunta, tendemos a pronunciar las
fórmulas que ha ido acuñando el cristianismo a lo largo de los
siglos: Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador del
mundo, el Redentor de la humanidad… ¿Basta pronunciar estas
palabras para convertirnos en «seguidores»
de Jesús?
Por
desgracia, se trata con frecuencia de fórmulas aprendidas a una edad
infantil, aceptadas de manera mecánica, repetidas de forma ligera, y
afirmadas más que vividas.
Confesamos
a Jesús por costumbre, por piedad o por disciplina, pero vivimos sin
captar la originalidad de su vida, sin escuchar la novedad de su
llamada, sin dejarnos atraer por su amor misterioso, sin contagiarnos
de su libertad, sin esforzarnos en seguir su trayectoria.
Lo
adoramos como «Dios»
pero no es el centro de nuestra vida. Lo confesamos como «Señor»
pero vivimos de espaldas a su proyecto, sin saber muy bien cómo era
y qué quería. Le decimos «Maestro»
pero no vivimos motivados por lo que motivaba su vida. Vivimos como
miembros de una religión, pero no somos discípulos de Jesús.
Paradójicamente,
la «ortodoxia» de nuestras fórmulas doctrinales nos puede dar
seguridad, dispensándonos al mismo tiempo de un encuentro vivo con
Jesús. Hay cristianos muy «ortodoxos» que viven una religiosidad
instintiva pero no conocen por experiencia lo que es nutrirse de
Jesús. Se sienten «propietarios» de la fe, alardean incluso de su
ortodoxia, pero no conocen el dinamismo del Espíritu de Cristo.
No
nos hemos de engañar. Cada uno hemos de ponernos ante Jesús,
dejarnos mirar directamente por él y escuchar desde el fondo de
nuestro ser sus palabras: ¿quién soy yo realmente para vosotros? A
esta pregunta se responde con la vida más que con palabras sublimes.
José
Antonio Pagola
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