Es bastante probable que cualquier persona que tenga mi edad haya
acudido al cementerio en más de una ocasión a despedir a un familiar o
un amigo. No he de dar demasiadas explicaciones para que entendamos que
son momentos especialmente duros para algunos, incluso dramáticos para
otros, porque es como una especie de despedida final de alguien a quien
queremos.
Y hay muchos tipos de despedidas, pero yo guardo una profunda huella
en mi corazón de aquellas a las que llamo las despedidas elegantes.
Aunque en muchas ocasiones la muerte acontezca como un fenómeno
natural, propio de una avanzada edad y, por tanto, a nadie sorprende, no
por ello deja de ser menos sentida. Si bien es cierto que cuando
asistimos a fallecimientos precoces, accidentales o en circunstancias
dramáticas, la carga emotiva que se expresa en el mismo suele ser mayor.
Tal vez alguna persona se sorprenda cuando lea que he tenido la suerte de acompañar a algunas personas hasta ese punto final.
Y digo suerte porque son momentos con un alto potencial para el
aprendizaje y para la maduración personal, a condición, claro está, que
sepamos aprovecharlos; pues a la luz de la muerte todos los demás
asuntos palidecen y cada cuestión perturbadora parece que recobra su
dimensión apropiada.
Cada vez que evoco en mi memoria el recuerdo de algunas de estas
personas, además de emocionarme, me embarga un intenso y profundo
agradecimiento por todo lo que dieron en vida y por la elegancia
insuperable con la que afrontaron su despedida.
Recuerdo palabras de alguno de ellos, “no tengo miedo a morirme, sólo
que me da coraje irme tan pronto porque después de tanto tiempo he
encontrado mi camino”, me decía una querida amiga, días antes de su
fallecimiento.
“Sé que voy a morir pronto, pero mientras me quede vida voy a disfrutar de todo lo que me rodea”, decía otra persona.
Un amigo del alma, en estado terminal, dos días antes de fallecer, se
levantó de la cama al saber que estábamos en su casa tras volver de
Myammar, nos saludó cariñosamente, se disculpó por su necesidad de
volver a acostarse, y serenamente dijo: “hay que organizar pronto una
reunión con los amigos – ¿una reunión para qué?, le pregunté yo- porque
tenéis que contarme muchas cosas de vuestros viajes, hay mucho que
comentar”. Ni una sola queja, ni un sólo reproche, sólo cariño y
amabilidad.
Otra amiga falleció mientras tranquilizaba a todos los que se
encontraban a su lado explicándoles lo feliz que había sido en los
últimos años de su vida, a pesar de lo grave de su enfermedad, y que se
iba en paz para continuar su camino.
En estos momentos próximos a la muerte no hay trampa ni cartón. Son
instantes en los que mostramos lo que realmente somos, sin máscaras ni
tapujos. Es el momento en el que, necesariamente, nos mostramos
auténticos.
Podría seguir relatando muchos más casos que me vienen a la memoria,
pero no es cuestión de hacer una larga lista, sino de expresar mi
profundo agradecimiento a estos auténticos maestros por todo lo que
fueron capaces de enseñar en tan delicados momentos.
Siempre he apreciado mucho la elegancia. Ojo, digo elegancia, no
cursilería. Y a estas alturas de mi vida pienso que hay un a elegancia
muy superior a la que podemos mostrar en la vida, y es la elegancia que
mostraremos en nuestra última despedida.
Esta entrada fue publicada en Reflexiones y pensamientos y etiquetada último adiós, despedidas, despedidas elegantes, elegancia, muerte.
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